Pero ¿necesitamos todos esa velocidad para cumplir nuestras misiones?
Para muchos de nosotros, la velocidad es una simple tentación, no una necesidad. Estuvimos a punto de caer en ella en la reunión de ayer, cuando la lectura del acta y de la documentación elaborada para la misma se prolongó unos minutos más de lo supuestamente imprescindible. Menos mal que logramos vencerla y mantenernos en nuestro ritmo. Ya lo hemos dicho muchas veces: no tenemos prisa. ¿Prisa? ¿Para llegar antes a dónde? El lugar de destino somos nosotros mismos, por lo que no tenemos que correr para llegar a tiempo. Llegamos cuando terminamos de leer el texto completo y luego intercambiamos impresiones y tomamos decisiones.
La primera vez que tuve relación con lo que yo considero prisa absurda y antiestética fue en un convento de clausura de Carmelitas descalzas. Eran buena gente, pero el mal de la velocidad había logrado atravesar la fortaleza de la clausura y ¡hacían cursos intensivos de San Juan de la Cruz! ¿De verdad no les chirriaba la unión de esos dos extremos: "curso intensivo" y el misticismo de San Juan de la Cruz? Parece ser que no. Debían de tener prisa por llegar a otra parte distinta de ellos mismos, por mucho que San Juan de la Cruz se hubiera empeñado en encontrar a Dios en sí mismo.
La velocidad es un peligro propio de nuestra época. Nos hemos acostumbrado a ella y la buscamos en todas partes, en cualquier circunstancia. Será cuestión de tomar conciencia e ir al ritmo real que demanda nuestra verdadera naturaleza. El ritmo que nos permite ser y encontrarnos con nosotros mismos.
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